Carlos es el mejor compañero de piso que jamás habría podido esperar: limpio, ordenado, prudente, discreto, poco dado a meterse en mis asuntos, a interferir en mi vida…
Carlos está a punto de tirar por la borda en un segundo toda la imagen que me había forjado de él, en el segundo preciso en que ha decidido -o han decidido otros por él- aparecer en la tienda a comprar un libro para un compañero de oficina.
¡Un libro que no desentone con el aire comedido de la vivienda del obsequiado!
Claro que el pobre de Carlos nunca podía imaginar que su llegada a la tienda, a mi Infierno de los libros, coincidiría con el momento que llevo días esperando, el momento en que llegue de nuevo Carmen, radiante como nunca, indecisa como siempre, dispuesta a encontrar algo más que una buena novela que llevarse a los ojos.
Porque se le ve en los ojos: Carmen, hoy, viene a por más.
¿Habrá conseguido finalmente -quién sabe cómo- una cita con Frabra?
¿Se presentará también Fabra de un momento a otro?
Quiero decirle a Carlos que se quite de en medio, que no obstaculice mi campo de visión, que no se atreva a impedirme ver lo que pueda suceder a partir de ahora.
Quiero decirle que se aparte. Carlos me deja con la palabra en la boca.
¿Carlos? ¿Dónde te crees que vas, Carlos?
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