–Hola, soy Carlos… Manuel –se apresura a corregir su error inicial–. Tú debes ser Carmen, supongo.
Carmen ha pasado más de veinticuatro horas dudando entre acudir a la temeraria cita concertada telefónicamente con un desconocido o simplemente olvidarse del asunto. Más de un día diciéndose que por fin se hallaba ante la oportunidad tanto tiempo buscada en los libros que siempre lee, ante la posibilidad de vivir una aventura como esas con las que disfruta en el papel, ante la ilusión por tener un papel protagonista en uno de esos folletines amorosos.
Porque son muchos años los que le separan de Luis, su marido. No en cuanto a la edad, que prácticamente es la misma, sino en cuanto al tiempo que hace que las cosas ya no son como eran.
Porque ya no encuentra el refugio de su hijo, cada día más adulto y al que ya ni siquiera puede acompañar a los cumpleaños de sus compañeros de colegio, pues al chaval le da vergüenza que lo haga.
Y finalmente ha pensado que nada pierde conociendo a otro hombre que, al menos por teléfono, le ha parecido buena gente.
Y ahora se ve en un culebrón más que en un folletín, con un tal Carlos Manuel como compañero de reparto. Habría preferido otro nombre más discreto, pero el chico es atractivo, algo menor que ella, parece decidido, con carácter… y tiene una sonrisa limpia que quiere seguir contemplando al menos unas horas más. Y luego ya se verá.
Le ha tendido la mano, le ha ofrecido sus mejillas y le ha invitado a tomar algo en una de las cafeterías de los alrededores.
Ramiro B les ha visto salir de la tienda sin podérselo creer. Y de pronto ha recordado que, al final, Carlos se ha ido sin comprar el libro para su compañero de oficina. Se ha ido hacia una de las estanterías del fondo de la tienda y ha elegido “Sueños de un seductor”, de Woody Allen. Total, no le cuesta nada llevárselo a casa al terminar la jornada y ha pensado que a Carlos le puede gustar el libro.
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