Manuel nunca se ha sentido la persona que está en el momento justo y en el lugar adecuado. Al contrario, considera que su vida es un llegar siempre tarde, un no estar donde debería, tal vez por mala suerte o tal vez porque una fuerza interior –el lado oscuro, quizás– le retiene, le inmoviliza el tiempo necesario para arruinar los planes que ha podido trazar.
Por eso no se ha extrañado cuando, al llegar a la librería, casi se da de bruces con una pareja que salía cogida del brazo. Iban a lo suyo, buscándose cada uno en los ojos del otro. El hombre le ha resultado un perfecto desconocido, jamás le había visto por allí; la mujer, en cambio, era clienta habitual y, a pesar de que su aspecto no respondía del todo con el descrito por Ramiro B, no ha dudado en ningún momento que se trataba de la Carmen Lázaro que le deja notas en los libros, la Carmen Lázaro que le había pedido una cita en la tienda a través de un vendedor de libros que nunca le ha terminado de caer demasiado bien.
Ni siquiera le han mirado al cruzarse –el hombre no tenía por qué hacerlo, no le conoce de nada, pero de la mujer esperaba al menos un saludo–, han salido a la calle y lo último que Manuel ha podido ver son dos espaldas muy unidas por los hombros, como siameses que acabasen de conocerse, entrando en el café de la esquina.
Ha pensado en bajar al Infierno de los libros y asegurarse a través de Ramiro B de que había perdido una nueva oportunidad. Ha rectificado al imaginarse la posible reacción de un vendedor de libros que nunca le ha terminado de caer demasiado bien y del que es imposible saber nunca cómo puede reaccionar.
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