Unos mejillones de Galway con Dolores O’Riordan


«El Malone se diferencia en apariencia muy poco de las otras decenas de tabernas irlandesas de la ciudad y de las miles del país y tal vez de las decenas de miles del mundo: iluminación más bien escasa, mucha madera, decoración recargada que pretende que te sientas como en casa -si yo metiera en mi palafito la cuarta parte de los cachivaches que veo ahora mismo a mi alrededor me tendría que salir a dormir a la terraza-, fotografías de tipos con gorra transportando barriles de cerveza por el interior de una fábrica, cierto olor a humedad característico…

Tal vez los hechos diferenciales de esta que nosotros frecuentamos por estar junto al Cuartel sean que su propietario, Sean, sea un nativo de Galway y que demuestre cierto gusto por la música clásica irlandesa, entendiendo como tal que todo lo posterior a The Cranberries para él es música moderna e insoportable. En estos momentos suena, precisamente, Zombie, pero no es casualidad, es que casi siempre suena Zombie en este local.

También son marca de la casa las cinco pantallas de televisión en las que siempre, siempre, pasan la misma película por cuyo título, por cierto, jamás he preguntado ni al dueño ni a las camareras. Pero me gusta -aunque la emitan sin sonido y no sepa de qué va- porque en ella aparece, junto a una guapa pelirroja que se da cierto aire a mi subteniente, aquel actor más alto que el caballo que montaba en las muchas películas del oeste que vi de crío con mi padre, si bien debe de ser una película rara en su producción pues no sale disfrazado de vaquero sino más bien en un bar con otros consumidores habituales de cerveza negra».

Fragmento de mi segunda novela (todavía inconclusa) protagonizada por Ulises Sopena, capitán de la Policía Fluvial Metropolitana de la Zaragoza de 2041.

¿Pero qué he hecho yo para padecer el bloqueo del lector?


Sí, del lector, no de ese otro del que tanto se quejan los escritores (que también padezco pero, en este caso, no por falta de ideas sino por escasez de tiempo para desarrollarlas ante el teclado del ordenador) sino del que afecta a muchos lectores habituales que, en algún momento de su vida, sienten que ya nada es como antes.

Bueno, tal vez me esté poniendo demasiado dramático, pero para alguien que se recuerda siempre a sí mismo con la nariz metida entre las páginas de un libro (aunque últimamente me sienta más cómodo ante los píxeles del iPad que se ha convertido en mi soporte de lectura preferido) resulta muy duro comprobar cómo la pila de lecturas pendientes va creciendo al tiempo que disminuyen las ganas de leer cualquiera de los elementos que la componen.

Por qué a mí, si llevo leyendo casi diariamente desde los ocho años, si en la infancia devoré todo lo comestible que había por las estanterías de mi casa y que resultaba adecuado para mi edad (algunos libros releídos en un reto que me impuse al cumplir los cincuenta); por qué a mí, si tras un tiempo de leer compulsivamente tebeos de tipos enfundados en mallas de colorines decidí que aquello no era serio y que había que dedicarse a la «literatura» de verdad; por qué a mí, si desde los treinta el 95 % de mis lecturas contienen algún muerto entre sus páginas…

Ojocuidao llegados a este punto… ¿Y no será demasiado muerto?, me pregunto. ¿Y no serán demasiados libros en la pila de pendientes los que me provocan una cierta sensación de agobio, de considerarme incapaz de rebajarla salvo que…?

Salvo que decida acabar con ella de un manotazo o, siendo menos radical, escondiéndola en un armario; salvo que la quite de mi vista durante un tiempo; salvo que vuelva a las viñetas durante una temporada, hasta que los libros (las novelas) vuelvan a mí.

Estamos trabajando en ello, con lecturas placenteras como la Cámara obscura de Cyril Bonin, desasosegantes como el Maus de Art Spiegelman, inquietantes y sanguinarios como el From Hell de Alan Moore y Eddie Campbell (sí, hasta este verano no lo había leído, qué pasa) y las que están por llegar y al menos ya en mi lista de deseos (mi librero comiquero se va a poner contento).

Cualquier «sacrificio» es poco si con ello consigo quitarme de encima este maldito bloqueo del lector que comienza a preocuparme por encima de mis posibilidades de preocupación

Mis inacabados peñazos literarios: «Mason y Dixon», de Thomas Pynchon


Leo en esta entrada de Pijama Surf una relación de novelas interminables (que no una interminable relación de novelas) y compruebo que mi incultura literaria gana enteros día a día, pues de la decena de títulos citados tan solo tres han pasado por mis ojos: Don Quijote de la Mancha (leído en dos ocasiones, la primera por obligación y la segunda por placer), Moby Dick (no recuerdo si lo terminé o no, la verdad) y el famoso e insoportable Ulises de Joyce, iniciado en dos ocasiones y dejado por imposible las dos, y eso que incluso visité los santos lugares dublineses por aquello de ver si así me metía en situación.

Pues bien, veo la apuesta y añado otro más, un libro de un enigmático escritor a quien todo cultureta de bien dice haber leído pero que me da a mí que… El señor en cuestión, don Thomas Pynchon. El tocho, Mason y Dixon, casi 1000 páginas sobre la vida y obra de Charles Mason y Jeremiah Dixon, responsables del trazado de la línea ferroviaria entre Pennsylvania y Maryland.

Mil páginas de las que, confieso medio avergonzado, solo pude leer 99 (todavía tengo el punto de lectura allí donde la dejé hace más de 15 años). Por cierto, lo abro de nuevo al redactar esto y compruebo, alucinado, que el ejemplar me costó, en su día (mayo de 2001) la friolera de 4000 pesetas (¿todavía había pesetas en 2001?).

Habrá que poner remedio a semejante despilfarro. Al menos, intentarlo de nuevo. Pero no será hoy. Tal vez, mañana. O al otro: si Mason Y Dixon han estado esperándome tanto tiempo, por otros 13 años tampoco pasará nada, ¿no?

Por cierto, ¿te atreves a confesar cuáles son tus incabados peñazos literarios? Si me animo, igual abro sección en este blog y voy contando sobre mis miserias lectoras de vez en cuando.

Por qué le llaman indie cuando quieren decir autoeditado


Vivimos tiempos de eufemismos, tiempos en los que nadie quiere ser de derechas sino liberal o, como mucho, conservador. Tiempos en los que miles de personas abocadas al paro deciden abrir una tienda de chuches pero que no se te ocurra llamarles autónomos: son emprendedores.

Bueno, ya lo dijo la ministra: quienes se van del país no son emigrantes, practican la movilidad geográfica.

Así que no resulta llamativo que muchos escritores que -libremente o impulsados por la necesidad- han decidido vender sus libros al margen del sistema tradicional opten por la etiqueta «indie» que mola mucho más que la de «autoeditado», algo absolutamente legítimo por otra parte, que dios me libre de opinar sobre lo que cada cual hace con el sudor de su frente y el de su teclado.

Pero claro, si quienes se autoeditan se consideran independientes, ¿qué somos quienes, de momento, optamos por el modelo tradicional? ¿Dependientes?

Porque digo yo, ¿no son en realidad las editoriales quienes dependen de los escritores y no al contrario? Vamos, que sin escritores no existirían las editoriales en tanto los escritores existen -existimos, tanto los tradicionalistas como los indies– per se.

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Claro, me dirás si eres indie, lo que pasa es que yo quiero controlar todas las fases del libro, su precio, no atarme a nadie…

Ya. ¿Y acaso no firmas un contrato -en el que tú no tienes capacidad alguna de negociar- que te otorga un determinado porcentaje de beneficios en función del precio que establezcas? ¿que tal vez, incluso, te impide optar por otro canal al margen de aquel con el que firmas?

Mira, como los tradicionalistas.

Y ya, por tocar un poco las narices, ¿no serás en todo caso un escritor independiente dependiente de Amazon?

¿Y no serás, como todos los escritores, los autodenominados indies y los que, por exclusión, pasamos a deber ser llamados dependientes, no serás, repito, dependiente de los lectores, auténticos soberanos del tinglado literario?

Pues eso, menos etiquetas y menos eufemismos que, como escritores que somos todos, deberíamos llamar a las cosas por su nombre.

Que los no indies también tenemos nuestro corazoncito, hombre, y no nos gusta que nos digan dependientes. Drogodependientes, tal vez, pero dependientes a secas…

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La mejor dedicatoria posible de un maestro de la novela negra


IMG_20150302_231249«A mi casi «compatriota» Ricardo, le dedico este libro de amor a la vieja Zaragoza que espero le traiga recuerdos. Un fuerte abrazo, amigo mío.

Francisco González Ledesma.»

Te acabas de ir, pero nos dejas tus novelas, tus calles y tus personajes. Gracias, Maestro.

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Pésimo arranque de la semana: fallece Francisco González Ledesma, fallece Silver Kane


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Empieza fatal la semana, al enterarme de la noticia de la muerte de Francisco González Ledesma a los 88 años de edad y siento que debo escribir siquiera unas pocas líneas a vuelapluma sobre este excelente escritor de novela negra y bellísima persona.

Ganador del Premio Internacional de Novela en 1948 con Sombras viejas, la censura franquista prohibió su publicación por «rojo» y «pornógrafo».

Con el seudónimo de Silver Kane comenzó a publicar a un ritmo de casi una novela a la semana, convirtiéndose en uno de los grandes de las literaturas populares en España.

Otras novelas más largas solo pudieron verse publicadas tras la muerte de Franco y en 1984 recibe el Planeta por Crónica sentimental en rojo.

Padre literario del comisario Ricardo Méndez, podría recomendar cualquiera de sus novelas, pero si queréis conocer al autor debéis leer su autobiografía publicada con el título Historia de mis calles, cuyo ejemplar guardo en casa como oro en paño, cariñosísimamente dedicado por el autor cuando le conocí en Barcelona y descubrió que era de Zaragoza, ciudad a la que siempre quisó (se medio crió aquí) y en la que conserva a parte de su familia.

DEP.

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Había una vez…


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La culpa no fue del chachachá, fue de la AEDE


Tal vez el próximo martes, como haces cada mañana, abrirás tu ordenador (o tu smartphone, o tu tablet) para ver, casi mientras desayunas y procurando (si es el caso) no untar la mantequilla en smartphone o tablet, las últimas noticias que los medios nos cuentan que han sucedido en el universo mundo.

-Ditasea, jodido router, conéctate de una puta vez -dirás mientras ves en blanco la pantalla del Google News.

Harás lo que dicen los informáticos que hay que hacer en estos casos: salir y volver a entrar.

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Pero Google News seguirá sin ofrecerte noticia alguna. Como dicen que pasa en China, en Arabia Saudí, en Corea del Norte (ya te veo pidiéndole la clave de la wifi a Kin Jong Un). O incluso en esa Venezuela en la que nos quieren convertir los demonios de Podemos.

No, deja tranquilo a tu router, confía en que en tu móvil te va a seguir funcionando el guasap. No, la culpa no fue del chachachá, la culpa fue de la AEDE, que lo sepas.

¿Que quién esa AEDE tan perversa que parece el mismísimo Fumanchú? Na, unos aprovechados que, viendo que no vendían un periódico de papel ni regalando abanicos, relojes de plástico, muñecas chochonas, libros libres de derechos, pulseras, gafas de sol, paraguas y demás (para gran alegría de los quiosqueros, que vieron como sus establecimientos se convertían en una suerte de todoacien) decidieron un buen día meterse en eso de internet, que ni entendían ni les importaba, pero que ya que la gente parece que está… Pero sin muchas ganas, qué quieres que te diga, porque había que estar y tal y cual.

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Y pusieron allí a los becarios a redactar noticias. Y esperaron a que los ingresos llegarán como el maná, porque ellos lo valían. Pero…

Pero no era suficiente, por mucho que un tal Google (un señor muy pero que muy malo) les enlazara sus noticias y les procurase un gran porcentaje de las visitas a sus periódicos hechos con píxeles en lugar de con tinta impresa, pero con su publicidad y todo, esa que te salta a la menor sin dejarte leer la noticia que tanto te interesa.

Y se dijeron: Oye, y ya que esta gente nos enlaza y ya que el Gobierno nos debe una por meternos con ellos lo justito, la puntita y nada más, ¿por qué no le pedimos a Mariano (colega como es) que regule algo para que nos tengan que pagar por traernos visitas a nuestras webs?

Dicho y hecho, chicoshhhh, no hay problema: Ley de Propiedad Intelectual en la que metemos un artículo en el que, de modo irrenunciable, los medios digitales cobrarán un canon que deberán pagar aquellos que enlacen sus noticias. Google, Menéame

Cojonudo, se dijeron en la AEDE.

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Por mis cojones, se dijeron en Google: si quieres visitas, te las curras.

Y así estamos, con Google cerrando en España (nuevo ridículo de la marca España, y van…), la AEDE reculando (pidiendo a Gobierno y UE la necesaria intercesión para que les vuelvan a linkear), Fátima Báñez dejándolo todo en manos de la virgen del Rocío y Wert diciendo que no pasa nada, que todavía se puede entrar en internet, que ya , si tal, se pone un día de estos a españolizar al Google ese, que parecen catalanes también, oye, ganas de tocar las pelotas tienen.

Y así estamos, repito. Y ahora, si quieres, vuelve a apagar el ordenador, el router o incluso la luz de la habitación en la que estás: da igual, las noticias no volverán.

O sí, si Gobierno y AEDE dan marcha atrás. Aunque, tal como lo veo yo, al final lo harán y, de paso, compensaremos entre todos a esos lumbreras de la prensa escrita vía Presupuestos Generales del Estado.

Todo sea por tenerlos calladitos y sin morder a la mano que les da de comer.

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David Goodis, ese no tan conocido autor al que hay que leer y ver


David GoodisNo sé, tal vez se trate de una impresión personal sin ningún tipo de base sólida, pero siempre he pensado que David Goodis es uno de esos autores injustamente poco conocidos incluso por el lector habitual de género negro -y no hablo sólo del que lee novedades sino también del que tiene gustos más clásicos.

Sin embargo, y sin ser uno de los más prolíficos novelistas, sí hay que destacar unas cuantas obras que, curiosamente, muchos de los lectores de este texto hayan visto en la gran pantalla sin reparar en que, al teclado, se encontraba Goodis, ya como escritor, ya como guionista.

¿Te suena Disparen sobre el pianista? ¿Dark Passage, o sea, La senda tenebrosa? ¿Calle sin retorno?

Sí, todas suyas. Y cuentos, un buen puñado de cuentos que escribía para las revistas pulp de la época, años 30 y 40. Como el excelente Un profesional que ahora aparece seleccionado en la antología elaborada por James Ellroy y Otto Penzler y que puedes disfrutar en una estupenda edición de Navona.

Yo que tú no esperaría demasiado a leerlo.

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Mi monísimo Kindle y yo pasamos mil aventuras…


kindle

Dos cosas hay de las que he prescindido en los últimos meses: la primera, allá por mayo y por voluntad propia, mi presencia en Facebook, red social que abandoné definitivamente después de varias idas y venidas al comprobar que no me aportaba nada y que, cada vez, me parecía más ineficaz, absurda, hipócrita (ese doble rasero de censurarte ciertas imágenes mientras el señor Zuckerberg no se cansaba de recomendarme webs de contactos con las mejores solteras de mi ciudad) e innecesaria; la segunda, no tan voluntariamente mi Kindle, que hace unas semanas me abandonaba -los efectos secundarios de un pisotón de un niño de cuatro años, creo- para ir allí donde vayan los ereaders que pasan a mejor vida.

Facebook no lo echo de menos, en absoluto, hasta me siento más libre y mejor persona y ser humano; lo del Kindle, sin embargo, ya lo llevo peor.

A ver, que el hecho de haber tenido que enterrar al lector de Amazon no me ha supuesto quedarme sin lectura digital, para eso tengo otro, un Bq Avant que también creía fenecido y, sin embargo, un calibrado de pantalla y a funcionar como el primer día. Y buscando, buscando, se encuentran cosas interesantes con que alimentarlo, a un precio razonable y, algo innegociable por mi parte, sin DRM que lo parió. ¿Dónde? Pues, por ejemplo, en Lektu, en Amarante, en Sinerrata y algunas otras editoriales y/o webs de venta de libros digitales.

También, por no ir de íntegro -o hacer un Monago, como podría decirse ahora-, se puede recurrir a algunas webs en las que encontrar -sin previo pago que valga- libros ya descatalogados o inencontrables en versión digital oficial. Que no digo que esté bien, pero a veces es el único recurso que nos queda a los lectores enfermizos.

¿Cuál es el problema, entonces? Pues, evidentemente, el brutal catálogo que ofrece Amazon -sí, mucha furrufalla, mucho autoeditado que no genera más que ruido molesto, pero también TODO lo disponible en el mercado- y, sobre todo, las ofertas, las puñeteras ofertas que otros sitios no copian, esos días -uno sí y otro también- en los que libros más que recomendables de los primeros espadas de la literatura mundial están al 50 %, tal vez no las últimas novedades pero sí sus penúltimos o antepenúltimos títulos publicados.

Ese aviso al email, ese jodido aviso que, muy a menudo, llega a mi buzón y me pone los dientes largos. ¿Lo compro, no lo compro?, pienso por unos segundos.

Pero, ¿qué coño vas tú a comprar, si el Kindle se fue para el otro barrio hace un par de meses? Vale, los podría leer en el ordenador o en el smartphone utilizando la aplicación correspondiente pero ni es lo mismo ni es igual.

Snif, snif. Llega la navidad. ¿Qué hago ahora? ¿Me tapo los oídos para evitar el dichoso canto de sirena amazónico de cada mañana, de cada semana al menos? ¿Me rasco el bolsillo y complemento con un nuevo Kindle mi resistente Bq?

Hummm…

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