«Yonqui», de Paco Gómez Escribano

yonquiA Paco «no somos na» Gómez Escribano lo tengo más visto que al TBO, pues hace tiempo que le sigo en Facebook, Twitter, Google+… Creo que en el único sitio en el que no nos hemos encontrado ha sido en la famosa Taberna del Suso, pero todo puede arreglarse, y si un día me invita a unos tercios de Mahou no digo yo que no me marque un viajecito a Madrid.

Pues eso, que casi sé vida y milagros del Escribano pero nunca me había molestado en preguntarle -aunque me hacía una idea- cuántos años tenía. No ha hecho falta, ha sido leer las primera páginas de Yonqui y deducir que, más o menos, somos de la misma quinta, de los nacidos en la década del boom natalicio español -creo que mi cosecha, la de 1964, fue una de las más abundantes de la historia.

Porque lo que comienzo a leer en Yonqui -salvando las distancias, que Zaragoza no es Madrid ni Torrero, Canillejas- lo he vivido muy de cerca si bien, afortunadamente en muchos de sus aspectos, como mero espectador. Interminables jornadas de cerveza y futbolín; coches a los que, siempre, les faltaba el loro; la navaja que algún tipo mu loco podía ponerte en el cuello si se te ocurría pasear por ciertas calles -también por las más céntricas, en esto apenas había distinciones-; esos porros con los que uno podía flipar incluso viendo a Enrique y Ana en Tocata; las pequeñas salas de conciertos o baretos en los que comenzaban a verse cambios en el panorama musical…

Y, por supuesto, los delincuentes potenciales y vecinos indeseados con los que convenía llevarse bien o al menos no mal, como el Chino -dice Paco que en todas las bandas callejeras había un Chino, y  también uno vivía en mi barrio, no del todo malo dentro de lo que cabe para lo que podía esperarse de él; o el Rata -a falta de Conejo en mi zona había otro tipo de roedores-, con el que nunca sabías qué hacer cuando se cruzaba en tu camino, si cambiarte de acera con el riesgo de llamar su atención o pasar a su lado a sabiendas de que, fijo, te ibas a quedar sin las pocas pelas que llevabas en el bolsillo.

torete

Leo Yonqui e, inevitablemente, me vienen a la cabeza dos cosas que luego compruebo aparecen en la novela: el cine de quinquis que hizo furor en las salas españolas a finales de los setenta, con sus perros callejeros, sus navajeros, sus colegas, todos ellos conduciendo deprisa, deprisa; y la música de los Burning, una de las bandas de rock más auténticas y respetadas de aquel fin de la década y -desgraciadamente, o no, vaya usted a saber- menos reconocidas en cuanto a éxito comercial, menos, desde luego, que los Nacha Pop de Antonio Vega, los Gabinete de Urrutia, los Trogloditas de Loquillo…

Leo Yonqui de la mano de el Botas -muy buena decisión del autor al darle la voz cantante al chaval- y coincido con Paco en eso de que, para una generación que no ha vivido una guerra, anda que no ha dejado cadáveres en el camino, víctimas de armas tan mortíferas aunque menos ruidosas que las de fuego, caídos con la goma atada al antebrazo y la chuta clavada en una vena no demasiado agujereada.

Leo Yonqui en un par de tardes que se me pasan en un vuelo y me proporcionan un viaje a un lugar a unos treinta y cinco años de distancia, a un momento del pasado en el que cada mañana se atracaban varias sucursales bancarias -ahora las atracan desde dentro, sus propios directivos, pero esa es otra historia-, cada tarde ibas a los recreativos con un par de duros en el bolsillo y cada noche salían, no se sabe muy bien de dónde, cuatro tipos con guitarras desafinadas dispuestas a comerse el escenario. Que lo lograran, ya, también es otra historia.

¿Cualquier tiempo pasado fue mejor? Bueno… Si eso, te lees el libro del Escribano y luego me cuentas, independientemente de las conclusiones a que puedas llegar lo que te garantizo es una buena historia que funciona como un tiro.

Yonqui
Paco Gómez Escribano
Erein
 

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