Llegados a este punto de mi particular alfabeto del crimen podría ser conservador, canónico y tirar a asegurar eligiendo a don Georges Simenon para ocupar el sillón S mayúscula, el autor más presente en mi librería con 68 títulos como dije aquí.
Habría sido una elección sincera pues Simenon es, sin duda, uno de los más grandes, uno de los autores a los que más admiro junto con Donald E. Westlake, al belga entre otras cosas por su capacidad para observar su entorno, al norteamericano por su versatilidad y su habilidad para arrancarme una sonrisa con sus novelas más gamberras.
Pero claro, uniendo ambos rasgos y mirando mis estantes, me encuentro con el tipo de cráneo permanentemente «empañuelado» que me mira con su sonrisa socarrona y me llama la atención con su voz siempre ronca.
Claro, la S tiene que ser necesariamente para Carlos Salem, autor al que conocí en Gijón creo que en 2007 (junto a su paisano Leonardo Oyola, también presente en este abecedario), que me sorprendió con su excelentísimo Camino de ida y a quien no he dejado de seguir de cerca desde entonces, vigilando todos sus pasos como el FIES que es (ya sabes, el Fichero de Internos de Especial Seguimiento).
La citada Camino de ida, Matar y guardar la ropa, Pero sigo siendo el rey, Un jamón calibre 45 o Muerto el perro son algunas de las muescas en el revólver de Salem, todas ellas imprescindibles y razón más que suficiente para que sea el dueño y señor de esta letra.
Citaba al principio a Westlake al hablar de Salem. No es la primera vez que lo hago, las gentes de Navona me pidieron una de esas sentencias promocionales que adornan algunos libros para la última novela del argentino afincado en Madrid, Muerto el perro, y dije:
Si Donald E. Westlake hubiera escrito parte de su obra en argeñol, tal vez se hubiera inventado otro seudónimo: Carlos Salem.
Lo mantengo. Menudo soy yo para estas cosas.