El despacho profesional de Carmen de Landázuri ocupa buena parte de una de las últimas plantas de la Torre de Madrid. Mientras subo en el ascensor me digo que no sería un mal lugar para suicidar a alguien, especialmente si se utilizase como música de fondo aquella canción de los ochenta de Azul y Negro.
Tras la ilustrativa entrevista con Samuel Ariño, hemos comido algo cerca del hotel y, casi con el café resbalando todavía por el esófago, he mandado a Lorenzo y su abuela a echar una cabezadita. La mujer no ha protestado –incluso ha coincidido conmigo en que era una buena idea, insistiendo de nuevo en la mala noche que había pasado–; y el nieto parece hacer siempre lo que diga doña Alodia, así que a las cuatro y media estaba ya sola, teléfono en ristre y tecleando el número que Tío Tom me facilitó anoche. En cuanto he conseguido que me pasaran con la mujer que todo lo controla, ha sido dar su nombre y conseguir una cita esta misma tarde.
Porque aunque tengo la sensación de que Ariño no me ha mentido y pienso que si me hubiera reconocido le habría resultado imposible mostrarse tan indiferente ante mi presencia en la ciudad como lo ha hecho, creo que no está de más redondear mi visita a la capital intentando entrevistarme con esa mujer que, según Tío Tom, es la autora de los guiones sumamente retorcidos del mundo del corazón. Posiblemente no obtenga nada de ella, pero ya que me han servido en bandeja la oportunidad de conocer en carne mortal a semejante personalidad… Además, considero que es preferible ir a la cabeza en lugar de tenerme que patear todo Madrid detrás de unos simples peones y, evidentemente, Marta Platillo, la encargada en esta ocasión de soltar la bomba, no deja de ser otra marioneta en manos de quien realmente mueve los hilos en todo este teatro televisado.
Me recibe un tipo pequeñito y rubio, vestido con traje blanco, camisa blanca, corbata blanca y zapatos blancos. De inmediato me viene a la mente la imagen de uno de esos horribles muñequitos de Lladró que tan bien se venden en época de bodas y que luego nadie con un poco de gusto sabe muy bien dónde colocar.
El muñequito me hace pasar a una salita y cierra la puerta una vez estoy dentro. Me siento en un amplio sofá rinconero. En la esquina contraria, un televisor de plasma de cuarenta y dos pulgadas se encarga de amenizar la espera poniéndome al día de las últimas noticias que se han producido en el mundo rosa. Al menos, el volumen está al mínimo, un detalle que agradezco.
A los cinco minutos se abre la puerta y una mujer, también menuda y vestida de blanco de los pies a la cabeza –la inevitable pareja de las citadas figuritas de Lladró–, me pide que, por favor, la acompañe: doña Carmen de Landázuri desea verme.
Para acceder al despacho debo pasar entre dos mamparas también blancas. La puerta se abre sin intervención humana de ningún tipo para mostrarme una habitación de unos cincuenta metros cuadrados, las paredes revestidas del suelo al techo por grandes paneles –blancos, claro–, una mesa del mismo color y de unos dos metros de largo y, tras ella, un enorme sillón giratorio dando la espalda a la puerta de entrada.
–Pase, por favor –ordena alguien oculto por el respaldo del sillón.
Avanzo unos pasos, la puerta se cierra a la vez que el sillón gira lentamente. Ante mí, doña Carmen de Landázuri, vestida con un traje de chaqueta negro, se pone en pie para recibirme. No sé si está todo sincronizado, pero la escenografía resulta impactante, me siento como en una película de espías. Sólo falta el gato persa en el regazo de la mujer.
Sortea la mesa y me tiende la mano, una extremidad un tanto huesuda y rematada por unas uñas largas y pintadas de rojo pasión. Aparenta unos cincuenta años, delgada y algo más alta que yo, aunque tal vez se deba a que yo voy de plano y ella calza zapatos de tacón.
–De modo que es usted amiga de Tío Tom –voz recia y autoritaria–. En ese caso, sea usted bienvenida, por supuesto.
Tomo asiento en la butaca que me ha señalado antes de regresar a su puesto de mando. Nunca hasta la fecha me he visto en un entorno como este, pero intuyo que debe ser ella quien indique cuándo podemos iniciar la conversación.
–Por teléfono me ha comentado que se dedica usted al apasionante mundo de las relaciones turbulentas, al circo de los horrores de cada tarde y noche, al noble arte de eludir hábilmente los horarios protegidos, a la maravillosa tarea de alimentar el espíritu de millones de españoles día a día, incansablemente…
–Sí, a esto del corazón –decido acabar con tanto circunloquio–. Pero estoy empezando, ¿sabe? La nuestra es una cadena que acaba de nacer –le explico colocando sobre la mesa una de mis tarjetas de visita– y, como era de esperar, lo ha hecho con una audiencia menor de la deseada. Al ser cadena pública tampoco pasa nada, se carga el déficit a los presupuestos autonómicos y listo. Pero claro, nos gustaría que alguien nos viera de vez en cuando… Así que a un directivo iluminado se le ocurrió la posibilidad de explorar este terreno que tan buenos resultados suele dar. Y aquí me tiene, tratando de arrancar con buen pie en nuestra franja horaria.
–Y explorando, explorando, se encontró usted con Tío Tom… Buen muchacho, algo díscolo pero buen muchacho. Seguro que le ha hablado pestes de mí, con esa lengua viperina que tiene y que nunca ha accedido a poner a mi servicio… ¿Sabe, Cayetana? Tal vez sea el único tipo al que no he sido capaz de traer a mi terreno, aunque en parte se deba a que le permito creerse libre, claro está.
Tío Tom me dijo que Carmen de Landázuri era la auténtica madama de este putiferio rosa y, desde luego, no disimula.
–Bueno, pestes, pestes, lo que se dice pestes… No crea, sus palabras fueron más bien de admiración. Insistió sobremanera en que era usted la persona a la que debía dirigirme para saberlo todo sobre este mundillo nuestro, la persona que conoce todas las respuestas, la mujer sobre cuyos hombros descansa el edificio del papel couché… Palabras suyas, no mías.
–Este Tom siempre tan exagerado… Pero bueno, parte de razón sí tiene. Verá, son muchos años de profesión, de hecho heredé el puesto de mando de mi padre, don Honesto de Landázuri, que comenzó en el negocio redactando la crónica social de una modesta hoja parroquial hasta que descubrió que el cotilleo era un filón por explotar en este país. Llegaron los toreros, folclóricas, recepciones a diplomáticos extranjeros y sus esposas en el Pardo, rastrillos benéficos, señoras de alta cuna postulando el día del Domund… Pero la plantilla de personajes con que podía jugar era limitada, así que decidió incluir a algunos cantantes melódicos, actrices de las de toda la vida en franca decadencia, deportistas de élite… Todo como se llevaba en la época, un tanto ligth, no sé si me entiende. Como esa rubita vasca de la Primera, ¿sabe a quién me refiero? Muy bien realizado, muy elegante, mucho jabón, pero que no terminaba de llegar al público al que iba dirigido. Al menos a todo el público potencial, quiero decir. El pobre se murió sin ver cómo su hija daba el salto cuantitativo que la empresa familiar requería.

–¿Que se produjo, cuándo? –pregunto interesada con la lección de historia del corazón que me está largando.
–Con la llegada de las privadas, naturalmente. Televisiones que, con poco presupuesto, buscaban audiencias millonarias y, para eso, lo mejor es que el protagonista sea el populacho, que trabaja por mucho menos. ¿Ha oído usted hablar de la deslocalización? –miro a Carmen de Landázuri intrigada–. Sí, la deslocalización… Que quiero balones baratos, los llevo a coser a la India y un montón de mocosos se dejan la vista y las manos para que todos nuestros niños tengan no una sino tres pelotas de reglamento. Pues con esto es lo mismo: si quiero ahorrar costes, lo mejor es producir en países baratos. En nuestro caso, utilizar personajes que vendan su vida por un plato de judías, usted ya me entiende.
–No sé, reconozco que soy nueva en esto y tal vez me equivoque, pero en tiempos este tipo de noticias interesaba más a la gente: saber qué hacían los famosos, los de verdad, quiero decir; cómo se vestían para ir de fiesta, cómo eran sus lujosísimas viviendas por dentro… La cuadrilla de inútiles de ahora no creo que despierten tanto interés, qué quiere que le diga.
–Usted misma lo ha reconocido, Cayetana –dice con una amplia sonrisa–: acaba de empezar en el negocio. Ya verá qué pronto comprende que la gente está harta de ver en las revistas lo guapos que son los hijos del príncipe de Tralarí o lo bien que esquía la hija de la marquesa de Peliflús. No pretendo darle lecciones de historia, pero es que la plebe siempre ha necesitado individuos de los que reírse y olvidar así sus propias desgracias. ¿Qué me dice de los bufones con que los reyes entretenían a la corte? ¿O de los monstruos de feria del siglo XIX? ¿O de los enanos haciendo de toreros o de payasos? Por no hablar de los chistes de maricas o gangosos tan de moda en los setenta y ochenta… Por cierto, ¿qué ha sido de Arévalo desde entonces? Nada, ahora es políticamente incorrecto hacer ese tipo de gracias y ha habido que buscar nuevos tipos de los que reírnos. Y mientras no se constituya una plataforma para la defensa del gilipollas ibérico, con realizar un casting de vez en cuando al que se presentan miles de imbéciles, por cierto, ya tenemos carnaza para varios años. Los metemos en un concurso, y después de que hayan exhibido sus miserias y hayan sido paulatinamente eliminados, a las tías las mostramos en pelota picada en cualquier revista y a los caballeros los emparentamos con alguna vieja gloria con necesidades económicas imperiosas. A veces es al revés, todo hay que decirlo, aunque el mercado de tíos en bolas no está suficientemente desarrollado. Y que siga la fiesta, que esto son cuatro días. Y no se crea usted, Cayetana, que todavía el público puede ser más cruel, porque si los que ahora hacen de bufones fueron en tiempos personajes respetados nacidos en un barrio normal, miel sobre hojuelas, que nada gusta más al populacho que ver como caen de lo más alto individuos como ellos mismos. Porque, por mucho que se pueda pensar lo contrario, los más desgraciados son a la vez los más clasistas, y pueden entender que alguien sea rico y famoso “de los de toda la vida”, pero no soportan el éxito de un semejante. Es algo así como si pensaran: “¿Qué te creías, que eras mejor que nosotros? Pues al pozo, que es el sitio del que no tenías que haber salido nunca…”. Y aquí estoy yo para prestar ese servicio público, claro.

–Nacidos en un barrio de una ciudad de provincias, como el personaje que me ha traído a Madrid –dejo caer a ver cómo reacciona esta socióloga del colorín.
De un soporte en el que todavía no había reparado toma una pequeña pipa de color negro y con incrustaciones de algo que parece marfil. La carga con parsimonia, la enciende con un fósforo de madera y pega una primera pitada que se me antoja eterna antes de continuar.
–Viniendo usted de Zaragoza, supongo que se refiere a Martín Santos, ¿me equivoco? Un buen hombre que se dejó llevar por las malas compañías y acabó como acabó… Para beneficio de la familia y de la empresa que dirijo, por supuesto. Aunque me imagino que pronto deberé ir pensando en que la atención se centre en otro asunto, algún escándalo se me ocurrirá, porque el de Santos es uno de eso temas que en el gremio denominamos “de corto recorrido”: no hay demasiados familiares, amigos o socios a los que explotar y el tiempo es oro en televisión, así que es mejor dedicarlo a personajes más productivos. Entre nosotras –me dice con un guiño–, hay una famosa modelo de los ochenta que un día de estos es probable que sufra un accidente de circulación. Nada grave, no se asuste, pero es que no sabe lo bien que dan en pantalla estas mujeres de bandera adornadas con un collarín… Y con un poco de suerte, tal vez la otra parte salga peor del accidente, lo que nos garantiza querellas, insultos, juicios mediáticos… No menos de seis meses de programación.
Y yo que siempre había pensado que mi oficio era cuestionable y aquí estoy con una Borgia de tomo y lomo sin ningún reparo en mostrarlo abiertamente. Siempre había sospechado que todo esto no era más que un burdo montaje con el que idiotizar al personal, pero siento que debo reaccionar con una cierta indignación, aunque sólo sea para no despertar las sospechas de Carmen de Landázuri si me muestro demasiado fría ante tanta barbaridad.
–Pero, por favor, esto que me cuenta es un auténtico disparate… ¿Se imagina que llevase una cámara oculta o una grabadora y saliese corriendo a contar al mundo lo que me está usted confesando? Esa sí sería una bomba informativa, desde luego.
Carmen de Landázuri deja la pipa a un lado, se pone en pie y apoya ambas manos sobre la mesa inclinando ligeramente su cuerpo hacia adelante. Sabe controlar sus reacciones, me imagino que porque es consciente de que nadie puede hacer nada contra ella. Lo compruebo enseguida.
–Primero: si llevara algún dispositivo como los que acaba de mencionar lo habría sabido en cuanto usted pasó entre las dos mamparas de la puerta. Segundo: ninguna cadena de televisión de una cierta relevancia la dejaría intervenir para hacer una declaración pública en ese sentido sin antes consultar con la superioridad, es decir, conmigo. Y tercero: en el supuesto de que se atreviera a intervenir en algún programa local o aparecer en prensa regional de escasa tirada con declaraciones que de ningún modo puede probar, su vida no valdría un duro.
–Vaya, la veo muy segura de sí mismo, pero ya sabe lo que pasó después de la muerte de aquel general que dijo dejarlo todo atado y bien atado…
Me mira indulgente, de nuevo sentada en el sillón desde el que controla el destino rosa del país.
–Querida mía, no se haga la tonta… Si le he contado todo esto es, además de porque sé que no va a ir a ninguna parte con historias para no dormir, por saberla amiga de Tío Tom y, por tanto, una persona inteligente. Siga mi consejo: si desea entrar en este mundillo, hágalo, estamos en un país libre –suelta sin apenas poder contener la risa–. Pero no intente cambiar nada: las cosas son como son y así seguirán siéndolo por los siglos de los siglos.
–Amén.
–En fin, ha sido un placer, Cayetana. Y si ve a nuestro común amigo, dígale que un día tenemos que quedar él y yo para cenar. Nunca acepta, pero…
Fragmento de Suicidio a crédito, segunda novela protagonizada por Tana Marqués, editada en formato impreso en 2009 por Mira Editores y también disponible en ebook en Literaturas com Libros (todos los formatos incluido epub sin DRM)
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